martes, 9 de diciembre de 2008

EL "VALOR" DE SER MAESTRO




El valor intrínseco del magisterio y la valentía de ejercerlo son dos aspectos que llaman a la reflexión; sobre todo cuando la propia vida transcurre «entre las cuatro paredes de un aula». Si todo obrero corre riesgos según los materiales con que trabaja, ¿cuáles corre el maestro si su «materia prima» son la inteligencia, la libertad, la afectividad y la trascendencia de otros seres como él?

«Los profesores, médicos, enfermeras y policías son los profesionales con mayor riesgo de infarto laboral», señala el psicólogo José Benigno Freire en una emisión reciente del boletín electrónico Acerca de la Universidad, editado por la Universidad de Navarra, y cita un estudio «que sitúa a los profesores de enseñanza universitaria en la cabeza de los índices de depresión, diez puntos porcentuales encima de la policía en el País Vasco». [1]


Desde la educadora que se agota física y emocionalmente trabajando horas continuas con niños pequeños egocéntricos, demandantes e incansables, hasta el profesor universitario que tiene ante sí grupos -a veces de más de cien alumnos- que enjuician cada una de sus palabras y sus actitudes, el magisterio se convierte en un reto profesional particularmente riesgoso.

Tal vez entre las virtudes que un maestro debe desarrollar o entre las cualidades docentes que se fomentan en las Escuelas Normalistas estén la paciencia, la confianza, la estabilidad emocional y otras muchas; pero es casi seguro que al iniciarnos en esta profesión nunca imaginamos que también tenemos que desarrollar la valentía.

Quienes somos maestros por vocación, sabemos, con particular claridad, que no hay profesión más gratificante que aquella en la que se pone en juego el propio valor personal —en la doble acepción del término: valía y valentía— para desarrollar el de otros seres; para encauzarlos nada menos que en el cumplimiento de su vocación humana y divina.


UN CONCEPTO QUE QUEDA GRANDE

«Maestro» es un concepto tan profundo que nos queda grande a todos los docentes, pero ¿qué significa realmente?

Es común adjudicar el apelativo «maestro» al hombre eminente en cualquier faceta de la cultura, que con su obra científica o literaria, en verdad relevante, influye en la vida y la formación de otros, incluso de quienes sólo se relacionan con él a través de sus obras.

También, en el ámbito del trabajo manual, el término se aplica al que por su capacidad o situación especial dirige una obra o taller. Esta acepción del término implica un doble contenido: por una parte, la maestría o habilidad superior para ejercer un oficio, por otra, una influencia formativa sobre quienes trabajan con él.

En tercer lugar, tenemos su significado más restringido: hombre que consagra su vida a la tarea educativa. [2]

Y aún podríamos aplicar el vocablo a aquellos profesionistas de cualquier disciplina que obtienen el grado académico de «maestría», posterior a la licenciatura y anterior al doctorado.

De todos estos usos queda claro que el entendimiento popular llama «maestro» a quien se distingue en su actividad u oficio; quien -en virtud de su saber- enseña a otros, no como simple instructor, sino como un tutor que en la vida misma, donde cobran sentido teoría y práctica, se convierte en modelo y guía para sus discípulos.

Cierto, un maestro enseña, es decir, muestra el conocimiento y las formas de vida en las que se aplica; en sentido amplio, el camino de la ciencia, el arte, el bien… de los valores que enriquecen la vida humana.

Y cuando ocurre que no sólo muestra el conocimiento sino que orienta para aplicarlo y motiva para amarlo, hacerlo propio y enriquecerlo, traspasa la línea del saber para abrir la del ser. Es entonces cuando se transforma en educador, es decir, en motivador de la mejora personal de los alumnos, en promotor del perfeccionamiento integral de sus personas.

Maestro, educador y profesor son vocablos que, aunque suelen usarse como sinónimos, entrañan distinto significado: «maestro es el que imparte una enseñanza determinada, dirigiendo su actuación a la formación de determinadas aptitudes intelectuales o habilidades profesionales. El educador se dirige a la formación integral y se centra sobre todo en la formación del carácter. No obstante, ambos términos se utilizan hoy indistintamente, ya que el uso de un tercero, profesor, se refiere más específicamente al que proporciona sobre todo conocimientos; es decir, contenidos instructivos». [3]

Para los fines que nos ocupan, utilizaremos (como en la vida práctica sucede) los tres términos para referirnos al ejercicio de una misma profesión: el magisterio.


¿ENSEÑAR O EDUCAR?


El profesor enseña, el maestro educa. Quien sólo enseña, cumple un programa preestablecido (a veces no completo), está centrado en su enseñanza, es transmisor de saberes, califica resultados. Quien además educa, cumple una misión de servicio, busca el bien del alumno, es ejemplo de los valores que predica, estima y evalúa procesos de mejora.

El educador tiene claro que el valor de su trabajo está en el perfeccionamiento de otros; se asume como servidor público, sabe leer entre líneas los gestos, actitudes, rasgos físicos y emocionales de los educandos para descubrir lo que necesitan.

El experto en enseñanza da preeminencia a sus técnicas y procedimientos docentes. El experto educador pone énfasis en la resonancia axiológica de su enseñanza en el alma de los alumnos; es decir, en el crecimiento en valores que pueda suscitar en ellos.

El enseñante es, pues, un formador de mentes; el educador, un formador de almas. Así sean niños, adolescentes o adultos, el educador siempre deja «huellas de valor» en el alma de sus educandos.

«La Educación es espíritu, fundamentalmente espíritu y tarea del espíritu. La Educación (…) está hecha de convicciones arraigadas en la inteligencia y en la voluntad, que mueven nuestra conducta en un sentido o en otro, configurando nuestra personalidad a lo largo de la vida a golpe de libertad, al ritmo de nuestras decisiones en el ámbito del ser y no tanto en los del hacer y los del tener, en ese largo, o breve, caminar hacia la mayor plenitud posible». [4]

En el significado del concepto «educación», encontramos muchos matices:

* El significado vulgar se refiere a modales y usos sociales.

* El etimológico resalta la labor de conducir, de llevar a un ser humano de un estado a otro, de extraer sus capacidades.

* En su significado existencial, la pedagogía contemporánea le define como el «perfeccionamiento intencional de las potencias específicamente humanas» [5] ; y ya desde la filosofía clásica se le entendía como «dar la máxima belleza y excelencia posibles a los cuerpos y a las almas» [6] .

La educación es, en síntesis, ese proceso personal, permanente y dinámico, de perfeccionamiento integral de todas las capacidades humanas. Y la figura del maestro cobra fuerza a partir de este concepto, pues se convierte en el agente promotor de ese proceso de perfeccionamiento humano.

Los libros son su fuente de consulta, las técnicas y recursos didácticos son su apoyo metodológico. Pero, en última instancia, lo que hace grande la figura del maestro es la posibilidad de ser educador; lo que hace insustituible su profesión es la capacidad educativa, que sólo se desarrolla a través de la relación interpersonal, y lo que hace irrepetible su persona es el contenido axiológico de su ser.

EL EJEMPLO ARRASTRA


El maestro debe saber a fondo el contenido de su materia y hacer suficientemente bien sus actividades docentes; pero sobre todo debe ser reflejo de los valores que desee inculcar, reflejo tan nítido y brillante, que motive a hacerlos propios. El buen maestro desarrolla un perfil equilibrado entre lo que sabe, hace, tiene y es; cuyo eje es su ser personal, pues como sabemos, las palabras mueven pero el ejemplo arrastra.

¿Recordamos a quien nos relató la historia nacional o a quien nos hizo amar nuestra patria? ¿Agradecemos a quien nos enseñó Biología o a quien se preocupó por nuestra salud y a partir de allí nos adentró en la materia? ¿Amamos a quien «nos pasó en el examen» o a quien motivó nuestra vida con su ejemplo?…

Los maestros que merecen nuestro recuerdo, reconocimiento y cariño, son aquellos que nos han educado, es decir, que nos han impulsado a ser mejores personas, que han dejado huella positiva en nuestras vidas y por eso siguen presentes en nosotros mismos.

El maestro enseña a los alumnos con lo que sabe, más o menos según su capacidad; pero educa o frena su perfeccionamiento humano según lo que es como persona.

«CURRÍCULUM OCULTO»


Cada día el maestro tiene en sus manos la oportunidad de inyectar vida a otras vidas, y en su persona está el contenido de ese aporte. Bajo su tutela hay vidas, mentes y almas con menor madurez que la propia -por lo menos en su campo de enseñanza- ; por tanto, puede moldearlas para bien o para mal… Este es el reto y, a la vez, el riesgo de la labor magisterial.

En toda actividad docente coexisten un currículum explícito y un currículum oculto. El primero se explicita a través de los planes y programas de estudio, los libros de texto y las actividades escolares. El segundo permea el trabajo diario del maestro, dejando traslucir sus personales valores y disvalores [7] a través de su lenguaje, sus actitudes, sentimientos, pensamientos y convicciones.

«El currículum explícito u oficial aparece claramente reflejado en las intenciones que, de una manera directa, indican tanto las normas legales, los contenidos mínimos obligatorios o los programas oficiales, como los proyectos educativos de centro y el currículum que cada docente desarrolla en el aula». [8]

Los valores y disvalores del maestro —su currículum oculto—, acompañan, matizan y dan fuerza vital a su actividad docente. Un temperamento pusilánime frena los esfuerzos del alumno; una personalidad retadora lo desafía; una actitud fría y calculadora hace lento y difícil el aprendizaje; un proceder disciplinado pero afectivo motiva al trabajo y al esfuerzo diario.

«El currículum oculto hace referencia a todos aquellos conocimientos, destrezas, actitudes y valores que se adquieren mediante la participación en procesos de enseñanza y aprendizaje y, en general, en todas las interacciones que se suceden día a día en las aulas y centros de enseñanza. Estas adquisiciones, sin embargo, nunca llegan a explicitarse como metas educativas a lograr de una manera intencional». [9]

El contenido e influencia del currículum oculto es inevitable en la tarea docente que, al ser un intercambio de ideas y valores entre seres racionales, lleva implícito el porqué de lo que esos seres piensan, hacen y son. Así, el maestro aporta pero también recibe; enseña mientras aprende; influye y es influido por el ambiente y grupo en el cual trabaja.

Es decir, el currículum oculto se construye con la participación dinámica de los alumnos; con las experiencias, sentimientos e ideas de todas las personas que forman parte del proceso educativo (detrás del cual subyacen los valores y disvalores de cada una). Más aún, late en el ambiente físico y humano del aula, como un plus educativo —o anti-educativo— que cada alumno percibe y hace propio en la medida de su sensibilidad, carácter y madurez personal; aunque la autoridad y posición del profesor en el proceso educativo siempre pesará más que el aporte individual de cada alumno.

Cada educando es un ser libre y, por lo tanto, aprenderá y madurará según decida. Pero es importante considerar que, por razones obvias, entre menor edad tenga, más vulnerable es a las influencias del ambiente.

«NO TIRAR LA TOALLA»


En la célebre película Al maestro con cariño, el protagonista decidió hacer explícito su personal currículum oculto (sus valores) para contrarrestar el que latía en el ambiente físico y humano de sus alumnos. Aquel maestro fue retado a golpes por uno de ellos y supo conducir la pelea para bien de su discípulo; tuvo valor y valentía para ejercer.

Educar, hoy como ayer, supone esfuerzo, disciplina, buenos y malos ratos, mucho sacrificio personal para saber dar sin esperar recibir (aunque cuando se da verdaderamente, siempre se recibe mucho), para esperar el tiempo y momento de cada educando, para mantener en la conciencia y en el ejemplo de vida que somos el modelo de aquello en lo cual queremos educar y, por ello, para rectificar cuantas veces sea necesario.

La valentía es una virtud, un hábito de conducta bueno que se define como cualidad que permite arrostrar peligros, como «acción material o inmaterial esforzada y vigorosa que parece exceder las fuerzas naturales» [10] ; se trata de una virtud moral derivada de la fortaleza, que requiere apoyarse en la prudencia para no caer en la osadía.

Un educador valiente corre riesgos —prudentes— por sus alumnos y les permite a ellos correr los suyos propios, cuando cuentan con los aprendizajes y la experiencia para obtener un bien, pero sobre todo cuando su autoridad moral es una guía para la conducta de sus pupilos.

Recuerdo un caso real: un profesor de educación física trabajaba en un centro de rehabilitación social para menores infractores. Un muchacho se accidenta y requiere con urgencia un medicamento que hay que conseguir fuera del plantel; él no puede ni quiere dejar al enfermo. Saca del bolsillo un billete y le permite a otro muchacho interno salir del «reclusorio» para que vaya a comprar el medicamento y regrese de inmediato. Aquel muchacho sale a la calle y se encuentra «libre» de repente… ¿regresó?… ¡Claro que sí!
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El profesor corrió un riesgo mayúsculo -en relación con su alumno, con su propio empleo y con la sociedad-; supo en el fondo de sí mismo que los valores que inculcaba a través del deporte y de la estrecha y positiva relación humana con ese alumno le llevarían a superar la prueba, y que se sentiría orgulloso de no fallarle a «su maestro». Ese día, aquel muchacho creció como persona… y su maestro también.

Para mí este caso representó un aprendizaje significativo como maestra: la educación implica valentía, «gallardía, arrojo feliz en la manera de concebir o ejecutar una obra» [11] . Un maestro valiente se pone retos altos y se los pone a sus educandos.

Ciertamente hace falta valentía para decir y hacer lo que conviene en cada caso, para hablar con los padres de familia en ciertas ocasiones, para sancionar cuando sea necesario, para no «hacerse de la vista gorda» si apreciamos disvalores en los alumnos, para rectificar frente a ellos cuando nos equivocamos, para no «tirar la toalla» cuando el caso parece perdido (¡en el ámbito de la educación no hay desahuciados!); valentía, en fin, para autoevaluarnos constantemente y recomenzar cada día.

La valentía, junto con otras muchas virtudes humanas, integra el valor moral de cada hombre o mujer que ejerce la docencia. Ese valor moral, unido a la ciencia y la experiencia profesional, entra en juego con el valor intrínseco de la actividad magisterial —por sus fines, por su esencia— conformando en conjunto el «valor de ser maestro».


ÉTICA, LUZ DE LA ACTIVIDAD DOCENTE


En el tema de las virtudes no hay que pasar por alto que la ética profesional es el faro que ilumina los fines de la educación, es lo que da el sentido humano a la enseñanza. Ninguna actividad humana —incluyendo la docencia— es neutra moralmente, porque el hombre es un ser racional (inteligente y libre) y, como tal, imprime una intencionalidad a sus actos.

Los valores éticos de un profesor se manifiestan en las razones que le motivan a la enseñanza, el respeto a la persona de cada alumno, la responsabilidad, generosidad y entrega en su hacer, la fidelidad a un ideario educativo, el espíritu de servicio, el amor a la profesión.

Las virtudes humanas del profesor hacen que salte de la tarea de enseñar a la misión de educar. Es en esta dimensión personalísima de la ética profesional donde se gesta lo que hemos llamado el «currículum oculto», a través del ejemplo de vida. El verdadero educador ha de tener claros los valores que subyacen a su docencia y ser fiel reflejo de ellos, a fin de hacerlos explícitos y apetecibles al educando.

Un maestro así denota ilusión magisterial, proyecta eso que la pedagogía clásica llama «eros pedagógico», amor por lo que hace; pero, sobre todo, amor por aquellos para quienes él hace y él es.

En último término, las cualidades humanas de un buen profesor se convierten en sus mejores herramientas de trabajo, en factores de éxito de su actividad. El aspecto humano de la docencia está compuesto por el conjunto de elementos intrínsecos a la persona que elevan la tarea cotidiana a la dimensión de vocación.


ENAMORADOS DEL MAGISTERIO


Hay personas que parecen tener una aptitud natural para orientar a otras, quienes a poco que sepan de algo son capaces de explicarlo. Otras «trabajan de maestros» pero no lo son; dan clases mientras encuentran «un mejor empleo», lo cual indica que no consideran que lo mejor para ellos está ahí. Otras más hacen de la docencia una rutina sin brillo ni vida, intentan reproducir textos, repetir programas, realizar lo mismo día a día.

En cambio, hay quienes intuyen los procedimientos docentes, aprenden a ver detrás de la mirada de cada alumno, se enamoran de la profesión y hacen de la docencia un apostolado profesional. Ser educador por vocación es uno de los mejores escenarios para descubrir la riqueza de la vida humana, es encontrar la plenitud personal en el servicio al perfeccionamiento ajeno y hacer de este una meta, un reto y una misión de vida.

La vocación es el conjunto de intereses, necesidades, aptitudes, ideales y circunstancias personales que al conjuntarse hacen que el sujeto se sienta atraído hacia una profesión o forma de vida y capaz de afrontar los retos que supone. La vocación se descubre y desarrolla hasta convertirse en «un proyecto operativo de realización vital». No se trata de un destino predeterminado, sino de un llamado interior al cual cada quien responde libremente.

Es preciso cultivar la vocación profesional con el esfuerzo diario; a partir de la libre elección falta aún estudiar, reflexionar, ejercitarse, equivocarse y rectificar, amar lo que se estudia y aplica, y por ello mismo buscar su perfección. A medida que la vocación se desarrolla, la persona disfruta lo que hace, aprende y se perfecciona en su profesión y como persona.

HACE FALTA «CRUZAR EL PUENTE»


¿A qué pueden deberse el frecuente desprestigio de la figura del maestro y los resultados significativamente bajos de la enseñanza? A veces olvidamos lo que significa educar y ponemos énfasis en la acumulación de saberes -que al ser muchos, se olvidan-, en lugar de ponerlo en la formación del ser.

Tal vez fallamos en alguna de las claves del éxito docente y creemos que basta saber para hacer, o que basta hacer para ser. Otras veces las fallas de fondo provienen del sistema: los programas educativos cambian antes de ser convenientemente evaluados, los recursos para la educación no llegan a las aulas públicas, la burocracia frena la creatividad docente.

En las últimas décadas, la formación ética se ha relegado tanto en la educación básica como en la superior, incluyendo la formación magisterial; «la tarea docente es objeto de múltiples frustraciones que, en última instancia, acaban por "anular" de cierta forma la dimensión humana de la tarea educativa y del profesor, lo que provoca rutina, conformismo e incapacidad académica». [12]

Deberíamos preguntarnos: ¿mi semilla dará fruto? Esa semilla que cultivo en mi labor docente diaria, ¿se quedará a nivel de un conocimiento temporal en los alumnos?, ¿les servirá de algo en la vida práctica?, ¿removerá para bien su intimidad?

Un educador siembra -no superficialmente- la verdad y el bien en sus alumnos. Para que la semilla dé fruto falta cruzar el puente que hay entre lo que el maestro siembra y lo que el educando hace suyo. Ese «puente» es la educación de la voluntad, que enseña a usar de modo práctico los saberes, a tomar decisiones, a perseverar en la acción.

Es necesario poner en juego la razón, voluntad y amor propio hacia lo que hacemos, y saber mover los de nuestros alumnos hacia aquello que les perfecciona integralmente. Se trata de dirigir la voluntad hacia el Bien, la Belleza, la Verdad, hacia todo aquello que perfecciona —en cuerpo y alma— la naturaleza humana. Reabordar el camino de la educación en valores y ser valiente al recorrerlo, es el abono para que la semilla dé fruto y lo dé en abundancia.

[1] www.unav.es/noticias/070203-01.html
[2] Cfr. Diccionario de Pedagogía (dirigido por Víctor García Hoz). Editorial Labor. Barcelona, 1964. Tomo II (G-Z), p. 590.
[3] Diccionario de Ciencias de la Educación. Santillana. México, 1995. p. 895.
[4] José Luis González-Simancas. «Principios de la acción educativa» en: F. Altarejos et al. Lo permanente y lo cambiante en la educación. eunsa. Pamplona, 1991. p. 149.
[5] Víctor García Hoz. Principios de Pedagogía Sistemática. Rialp. Madrid, 1990. p. 25.
[6] Platón. Leyes. 788c.
[7] Lo contrario a los valores, así como podemos contraponer los vicios a las virtudes.
[8] Jurjo Torres. El curriculum oculto. Morata. Madrid, 1996. p. 198.
[9] Idem.
[10] Diccionario de la Real Academia Española. Espasa Calpe. Madrid, 2001. p. 1771.
[11] Idem.
[12] Ángel Díaz Barriga. Tarea docente. Una perspectiva didáctica grupal y psicosocial. UNAM-Nueva Imagen. México, 1993. p. 73.

Marcela Chavarría Olarte (Fuente: Seminario de Cristo Sacerdote-Colombia)


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