Según un informe elaborado por la Fundación SM en colaboración con la Organización de Estados Iberoamericanos, más de la mitad de los profesores españoles piensan que los estudiantes de ahora son peores y menos disciplinados que los de hace unos años. Ustedes disculpen, pero yo me permito dudar de que los chavales de ahora sean más zoquetes que nosotros: mi impresión es que ignoran algunas cosas no siempre útiles que nosotros sabíamos, pero también que saben muchas cosas valiosísimas que nosotros ignorábamos; además, como todo el mundo, los profesores tienen mala memoria. Poco después de que un amigo del colegio empezara a dar clase de filosofía en un instituto me encontré con él. "¡Qué desastre!", se lamentó mientras nos tomábamos una cerveza. "A los chavales de ahora no les interesa Aristóteles, ni Spinoza, ni Kant, ni nada de nada". Le dejé desahogarse, pero mientras lo hacía nos recordé a los dos sentados en el mismo pupitre de los maristas y aprovechando la menor distracción del profesor para mirar fotos de tías en pelotas mientras el buen hombre trataba de explicarnos el imperativo categórico kantiano. Comentando un libro de Daniel Pennac, Savater lo ha dicho así: "El alumno que no quiere aprender, que se aburre en clase, que piensa en otras cosas, que no comprende las razones por las que se le priva de su ocio y sus diversiones no es un caso imposible, sino normal. La chiripa es el alumno que no desea más que aprender". Quién más, quién menos, todos hemos sido unos zoquetes (y algunos todavía nos esforzamos por abandonar esa condición); la tarea del profesor consiste en ayudarnos a dejar de serlo.
Lo de la indisciplina es otra cosa. En este punto sí parece haber un acuerdo general con la mayoría de los profesores; somos padres pusilánimes, profesores pusilánimes, ciudadanos pusilánimes, y el descrédito del principio de autoridad, que es en parte el fruto de una salvaje tradición de autoritarismo, ha convertido muchas aulas en un guirigay sin freno en el que prospera la violencia. Es verdad que estas cosas no pasaban antes, porque antes se solucionaban a guantazos; lo que por lo visto no sabemos es cómo impedir que pasen ahora. Bien. No hace mucho recorté del diario Abc la noticia de que una niña de seis años, alumna de un colegio de Playa de Aro, en Gerona, había sido castigada por sus profesores a pasarse tres días de cara a la pared por haber agredido a una de sus compañeras; una foto tomada por el padre de la agresora ilustraba la noticia: en ella se ve a la niña sentada en su pupitre, de espaldas a la maestra y a sus compañeros, frente a la pared; M. R. Castillo, que es quien firma la noticia, anota que en la imagen la niña está "marginada, excluida, separada del resto y señalada". Según Castillo, el colegio acusaba al padre de la niña de haber agredido a su vez a una maestra y a la directora del centro como respuesta al castigo impuesto a su hija; la asociación de padres del colegio respaldaba la acusación; el padre admitía haber perdido los estribos, pero negaba haber agredido a nadie. Hasta aquí, los hechos, o al menos los hechos tal y como los contaba Abc (que yo sepa, ningún otro medio de comunicación se hizo eco de ellos).
En un colegio, la violencia es la manifestación más sangrante de la indisciplina; también es el primer enemigo de la educación, y el deber fundamental de un profesor es extirparla del aula. No existe una fórmula mágica para hacerlo, pero hay que hacerlo. Por supuesto, lo ideal sería hacerlo por las buenas; pero, si no se puede hacer por las buenas, hay que hacerlo por las malas: igual que el Estado castiga a quien comete un delito, la escuela debe castigar a quien transgrede una norma, y si hay que marginar, excluir, separar del resto y señalar a quien la transgrede, pues se hace, para que no sólo el transgresor, sino quienes sientan la tentación de imitarlo entiendan que esa regla no debe transgredirse. En eso también consiste educar. Desde luego, los guantazos sólo generan más guantazos (o gente pusilánime por reacción a los guantazos), así que no son la solución. Es posible que poner a una niña de cara a la pared no sea una solución muy imaginativa, aunque nadie ha demostrado todavía que sea ineficaz. Es posible que tres días de cara a la pared sean muchos días, aunque eso depende de la naturaleza de la agresión. En fin: todo esto es discutible. Lo que no es discutible es que agredir a los profesores que intentan imponer su autoridad en la clase es la peor forma de discutirlo. Lo que no es discutible es que no podemos lamentarnos de los males de la falta de autoridad de los profesores en las aulas y luego reaccionar como energúmenos cuando los profesores intentan mal que bien imponer su autoridad. Lo que no es discutible es que, para que puedan ejercer su autoridad, hay que apoyar a los profesores.
Javier Cercas. El País
Lo de la indisciplina es otra cosa. En este punto sí parece haber un acuerdo general con la mayoría de los profesores; somos padres pusilánimes, profesores pusilánimes, ciudadanos pusilánimes, y el descrédito del principio de autoridad, que es en parte el fruto de una salvaje tradición de autoritarismo, ha convertido muchas aulas en un guirigay sin freno en el que prospera la violencia. Es verdad que estas cosas no pasaban antes, porque antes se solucionaban a guantazos; lo que por lo visto no sabemos es cómo impedir que pasen ahora. Bien. No hace mucho recorté del diario Abc la noticia de que una niña de seis años, alumna de un colegio de Playa de Aro, en Gerona, había sido castigada por sus profesores a pasarse tres días de cara a la pared por haber agredido a una de sus compañeras; una foto tomada por el padre de la agresora ilustraba la noticia: en ella se ve a la niña sentada en su pupitre, de espaldas a la maestra y a sus compañeros, frente a la pared; M. R. Castillo, que es quien firma la noticia, anota que en la imagen la niña está "marginada, excluida, separada del resto y señalada". Según Castillo, el colegio acusaba al padre de la niña de haber agredido a su vez a una maestra y a la directora del centro como respuesta al castigo impuesto a su hija; la asociación de padres del colegio respaldaba la acusación; el padre admitía haber perdido los estribos, pero negaba haber agredido a nadie. Hasta aquí, los hechos, o al menos los hechos tal y como los contaba Abc (que yo sepa, ningún otro medio de comunicación se hizo eco de ellos).
En un colegio, la violencia es la manifestación más sangrante de la indisciplina; también es el primer enemigo de la educación, y el deber fundamental de un profesor es extirparla del aula. No existe una fórmula mágica para hacerlo, pero hay que hacerlo. Por supuesto, lo ideal sería hacerlo por las buenas; pero, si no se puede hacer por las buenas, hay que hacerlo por las malas: igual que el Estado castiga a quien comete un delito, la escuela debe castigar a quien transgrede una norma, y si hay que marginar, excluir, separar del resto y señalar a quien la transgrede, pues se hace, para que no sólo el transgresor, sino quienes sientan la tentación de imitarlo entiendan que esa regla no debe transgredirse. En eso también consiste educar. Desde luego, los guantazos sólo generan más guantazos (o gente pusilánime por reacción a los guantazos), así que no son la solución. Es posible que poner a una niña de cara a la pared no sea una solución muy imaginativa, aunque nadie ha demostrado todavía que sea ineficaz. Es posible que tres días de cara a la pared sean muchos días, aunque eso depende de la naturaleza de la agresión. En fin: todo esto es discutible. Lo que no es discutible es que agredir a los profesores que intentan imponer su autoridad en la clase es la peor forma de discutirlo. Lo que no es discutible es que no podemos lamentarnos de los males de la falta de autoridad de los profesores en las aulas y luego reaccionar como energúmenos cuando los profesores intentan mal que bien imponer su autoridad. Lo que no es discutible es que, para que puedan ejercer su autoridad, hay que apoyar a los profesores.
Javier Cercas. El País